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Queridos R. y
V.,
Os dedico esta
carta debido a un disgusto que me llevé la última vez que hablamos.
En Londres, a mediados del siglo XVIII, había un editor e impresor que a sus cincuenta y un años decidió escribir una novela. Al Sr. Samuel Richardson le gustaban las mujeres. No es que fuese un pendón ni nada de eso. Todo lo contrario. Es que le gustaba escucharlas y aconsejarlas. También le gustaba escribir, sobre todo cartas y notas. De niño se sentaba en la cocina y escuchaba las conversaciones de las sirvientas. Con el tiempo se dedicó a prestar una mano a las que eran analfabetas escribiendo para ellas las cartas que estas querían mandar a sus familias, pues la mayoría de estas chicas procedían del campo y se habían mudado a la ciudad para encontrar trabajo. Debido a la atención que prestaba a estas mujeres Richardson llegó a conocer muy bien sus preocupaciones y problemas, y lo que aprendió de ellas quedó plasmado en un bestseller titulado Pamela, o la virtud recompensada.
Esta novela
epistolar trata de una muchacha buena y hermosa que sirve en casa de un joven
apuesto y acomodado. Él se enamora
locamente de ella pero no la quiere como esposa porque no es de su clase
social. El señorito hará todo lo posible para convertir a la criada en su
mantenida, pero la muchacha se resiste como una campeona y al final de una
historia truculenta el señorito es el que cede, desiste de emplear malas
artes para seducir a su amada y se casa
con ella. La virtud de Pamela queda reconocida y premiada. La joven es aceptada
en la alta sociedad.
El exitazo de Pamela empezó a preocupar a otras mujeres que Richardson conocía. Se trataba de mujeres privilegiadas que tenían tiempo para dedicarse al arte y a la literatura y algunas incluso a mejorar la suerte de las mujeres en general. Algunas de estas señoras se reunían tarde por la tarde para tomar el té y otros refrescos e invitaban a algunos caballeros para que las ilustrasen sobre temas culturales y religiosos. No tenían acceso a las universidades ni a otros centros de enseñanza superior y esa era una manera de conseguir que “una mujer de cuarenta años no fuese más ignorante que un niño de doce.”
Quizás el más
famoso de estos grupos era el llamado Club de las Medias Azules. Por aquel entonces tanto los hombres como las
mujeres llevaban medias de seda blanca o
negra cuando asistían a eventos formales. Para quehaceres más cotidianos
utilizaban medias azules de hilo de lana porque eran más económicas. El Sr. Benjamín
Stillingfleet era un botánico de renombre que no tenía dinero para medias caras.
Le tocaba asistir a los salones de estas señoras con medias azules, y algunas
se solidarizaron con él vistiendo de manera informal y llevando también medias
celestes. De ahí el nombre del club, y hasta hoy la palabra bluestocking aparece en los diccionarios
ingleses y se aplica a mujeres doctas y/o sabihondas.
Bien, pues el
Sr. Richardson tuvo que escribir una segunda novela para tranquilizar a
aquellas personas que temían que las sirvientas y los señoritos siguiesen todos el ejemplo de Pamela y su flamante
esposo y las señoritas de postín se
quedasen sin maridos. También había que tranquilizar a los que pensaban que unas cuantas lectoras
ingenuas e ilusionadas podrían caer en
las redes de sinvergüenzas creyendo que estos al final valorarían su virtud y se
casarían con ellas. Así fue como el Sr.
Richardson escribió su obra maestra, Clarissa
Harlowe, o la historia de una joven dama. Esta enorme novela epistolar que consta de 537 cartas, algunas larguísimas,
y una conclusión de varias páginas, es uno de los hitos de la literatura
feminista.
Clarissa es una joven sin par, bella, buena,
juiciosa e inteligente. Pertenece a una
familia burguesa que ha logrado multiplicar la fortuna familiar gracias al trabajo duro y productivo. El
abuelo de Clarissa está tan orgulloso de su nieta que la nombra su única
heredera, pasando de sus otros nietos. Clarissa inmediatamente cede toda la
herencia a su padre, pidiéndole a este que la administre como él vea oportuno,
entregándola a ella solo lo que necesite para atender a las caridades y buenas
obras que ella acostumbra a realizar. A pesar de este gesto, su hermana y hermano se sienten ofendidos.
Ellos pueden heredar buenas sumas de su padre y de unos tíos que han
permanecido solteros para no tener que repartir su dinero entre muchos
descendientes y así mejorar las posibilidades de que algún miembro de la
familia llegue a penetrar en las más altas esferas sociales por medio de una
buena boda. Pero los celos y la envidia están a punto de estallar.
Un joven
aristócrata pagado de sí mismo al que nadie se atreve a toser escucha cantar
las excelencias de Clarissa y decide que por ser esta la mejor de las mujeres
en el mercado matrimonial es la que él se merece. La posición social y situación económica de Robert Lovelace es exactamente aquella
que buscan los Harlowe para poder trepar.
Pero el emisario que manda Lovelace a pedir la mano de la Señorita Harlowe
comete un error. No aclara a cuál de las dos hermanas se refiere y Lovelace
acaba prometido a la hermana equivocada. Lovelace consigue manipular a la hermana de
Clarissa de manera que esta rompe el compromiso aún sin querer hacerlo. Cuando
procede a pedir la mano de la mujer que realmente le interesa, los hermanos de
Clarissa, muertos de celos y envidia, deciden impedir esta boda. El joven
Harlowe provoca a Lovelace, que no tiene otra alternativa que defenderse. Se baten, y Lovelace consigue derrotar a
Harlowe sin matarle, pero el hermano de Clarissa se siente humillado. Los Harlowe se dejan llevar por la ira y
buscan rápidamente otro pretendiente para Clarissa. Se trata de un hombre muy rico
pero repulsivo, un ser inferior en todo menos en cuanto a su fortuna, que es
tan tonto que ni se da cuenta del peligro que corre, ya que Lovelace ha dejado
claro que si Clarissa no es para él, va a matar a su hermano y a cualquiera que
se atreva a arrimarse a ella.
La pobre
Clarissa siempre había dicho que ella estaba dispuesta a someterse a su marido
como mandaba la ley en esa época, pero que por eso mismo nunca podría casarse
con un hombre que no fuese moralmente superior a ella. Su nuevo pretendiente claramente no lo es, puesto que está dispuesto a forzar a una mujer
que no le quiere a casarse con él, cosa que no haría ningún hombre decente.
Clarissa se niega a aceptar a su nuevo pretendiente como marido.
La familia
Harlowe comienza a maltratar y a acosar a Clarissa hasta que esta ve que la única salida que tiene es
fugarse de su hogar. Su mejor amiga está
dispuesta a darla cobijo, pero la madre de esa chica se niega a interferir en
una pelea familiar. En Inglaterra, un padre no podía obligar a una hija a
casarse en contra de su voluntad. Pero no tenía que seguir manteniendo a un
hijo o hija que no le obedeciese. Clarissa había cedido su fortuna y no tenía medios para
sobrevivir por su cuenta. Lovelace consigue
convencerla de que la llevará a casa de las mujeres de su familia y podrá vivir
bajo la protección de estas hasta que los Harlowe entren en razón y accedan a
que él se case con Clarissa. La pobre Clarissa acepta esta propuesta como el
menor de dos males y Lovelace consigue sacarla de la prisión en la que se ha
convertido el hogar de los Harlowe.
Hasta aquí
parece haber una solución para el problema de Clarissa, pero resulta que
Lovelace es un enfermo que no sabe lo que quiere. En lugar de situar a Clarissa
bajo la protección de su familia, se dedica a atormentarla, supuestamente para
ver hasta donde aguanta su virtud. Si Clarissa se deja seducir, él no se casará
con ella. Si no se deja seducir, seguirá atormentándola para ver lo que aguanta.
A la pobre Clarissa no la queda otra que morirse de pena y eso es lo que hace tras
unas dos mil páginas de crueldad mental y finalmente física.
Los lectores estaban indignados. El impacto psicológico que causó esta novela contribuyó a que las mujeres no fuesen vistas como meros apéndices de un marido, padre, o hermano. Empezaron a ser vistas como entes autónomos cuyas mentes merecían ser cultivadas. El hermano, el padre, los pretendientes de Clarissa y la legislación vigente habían dejado al patriarcado a la altura del betún, y el Sr. Richardson tuvo que escribir una tercera novela para demostrar que había hombres buenos.
La Historia de Sir Charles Grandison nos presenta a un hombre modélico, un perfecto caballero. Grandison es un pacifista que respeta a los demás
y cumple con las normas sociales siempre que es moralmente posible. Es tan tolerante que hasta casi se casa con
una católica italiana. No puede
renunciar a su religión, pero está dispuesto a que la extranjera conserve la
suya y propone que los hijos varones de
este matrimonio sean criados como protestantes y las hijas sigan la religión de
su madre. Cuando la italiana renuncia a
Grandison para no ofender a sus padres, que se niegan a dar su consentimiento a
este matrimonio, Grandison queda libre
para casarse con una inglesa que ha rescatado de las garras de un sinvergüenza
al que acaba civilizando con su ejemplo.
Aunque de
Pamela se burló mucha gente, y muchos llamaron a Grandison un mojigato del primer
agua, Clarissa pudo vencer a los críticos que intentaron desprestigiarla. Entre sus defensores destacó Terry Eagleton,
por ejemplo, con un ensayo muy interesante.
Y por todo esto,
queridos R. y V., yo me llevé un
disgusto al escuchar que conocíais a Pamela de una película de dudoso gusto y de
nada más. El Sr. Richardson se revolvería en su tumba de saber esto. Y sus amigas de las cocinas y de las medias azules también. De ahí esta carta, que termino citando las primeras cuatro líneas de
unos versos que sobre este autor escribió la feminista Elizabeth Carter.
“Si alguna vez
la benevolencia fue apreciada, si en algún momento la sabiduría fue
sinceramente estimada, o pudo la válida imaginación atraer profunda atención, acérquense
con respeto a las cenizas de Richardson.”
Con más cariño
que indignación, se despide M.
P.D.: Para los que tengan paciencia con el siglo XVIII y algo de tiempo disponible, hay por lo menos otro DVD basado en la obra de Richardson que sí se puede recomendar aquí, y así lo hago.
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